Les dejo este delicado texto de Miguel Hernandez.
"Apartó la mirada al notar su estómago algo revuelto. Le parecía de muy mal gusto, una enorme falta de consideración, que el tal Ernesto de Entrambasaguas, por muy conde que fuera, se atreviera a manchar los libros de la balda de “recomendados”. Más que una excentricidad de anciano noble, que el susodicho se suicidara salpicando a Henning Mankell, Vicente Aleixandre e, incluso, a Pablo Neruda, le pareció de una gran y vil bajeza humana.
Estaba acostumbrada a los excesos de sangre. Ser juez instructor es lo que tiene: la escena del crimen no se limpia hasta que Águeda Villegas cumple el ritual.
- Se pegó un tiro justo cuando el escritor invitado se sentaba para firmar ejemplares. Les jodió el acto central del Día del Libro.
- ¡Qué atrocidad!
El policía creyó que lo decía por su relato, pero en realidad la jueza acababa de descubrir que el libro que estaba justo en el centro del charco de sangre era de Miguel Hernández, tal vez una antología, y le pareció hasta sacrílego. El sargento, animado por el aparente interés que despertaba en Águeda Villegas –por la que sentía , creía, algo más que una simple atracción física aun considerándola inalcanzable,- prosiguió:
- El hombre era cliente habitual de la Librería Lunas. De hecho es vecino, porque vive en la calle Enrique Granados. Entró y se puso a curiosear algunos libros, cogió uno, lo hojeó y se dirigió…
- ¿El que cogió era el de Miguel Hernández?
El policía encogió sus hombros y parecía dispuesto a seguir.
- Averígualo. Puede ser importante para el caso.
- ¿Qué caso? Es un suicidio probado y los suicidios no se investigan. No hay misterio.
La juez lo miró reteniendo entre sus párpados la iracundia. ¿Un hombre se mata en medio de un montón de libros, en una céntrica librería, justo el 23 de abril, manchando innecesariamente un montón de obras y eso no es un misterio? Hasta el día de hoy el sargento le caía simpático, incluso hasta atractivo, y le resultaba halagador y tierno ¡que se ruborizase al dirigirse a ella y toleraba que a veces se saltase el protocolo para llamarla de “tú”… Pero esa falta de respeto, hacia los libros, la irritaba.
Seguramente sus pensamientos se reflejaron en su rostro, porque el policía, sin añadir nada más, se dirigió al librero que, blanco y nervioso, intentaba tranquilizar al escritor, aún más pálido si cabe, y a la docena de testigos del suicido. Le preguntó por el dichoso libro, aunque no entendió la petición de la juez que parecía querer hallar una conexión entre hábitos de lectura y locura temporal. Porque, según manifestaron todos los presentes en insólita concordancia, eso era lo que había atacado inesperadamente al muerto, locura. El hombre estaba tranquilo y, de repente y sin mediar palabra, sacó una pistola, se metió el cañón en la boca y apretó el gatillo. Tras la parálisis de los testigos, algunos gritos, un amago de desmayo y el escritor tomando el mando con un “¡Que nadie se mueva! Lunas, llama al 091”, cosa que el librero hizo sin dilación.
- Juez Villegas, señora, el libro no es de Miguel Hernández sino de Ramón Sijé, el autor que hoy lo presentaba aquí.- Escueto y sin mirarla: para él la jueza había perdido todo su atractivo.
- Señor Sijé… ¿Conocía al muerto?
- No personalmente.- La voz del escritor suena extraña y Villegas intenta averiguar si es porque está conmocionado o si tras su congoja está calculando la publicidad que este acto le va a reportar.- Me documenté sobre Ernesto de Entrambasaguas, un hombre que vivía discretamente desde hacía muchos años y del que poco se sabe, a pesar de ostentar un título nobiliario. Aparece en mi libro. Según mis investigaciones era el cabecilla de un grupo que atacó y denunció a más de cincuenta artistas que podían ser discordantes con el régimen. En el libro se desvela que estuvo tras la detención y muerte de Miguel Hernández, entre otros.
Ahora sí lo nota. En su voz hay un deje satisfacción unido a un ligero temblor. El estómago de la juez Villegas se revuelve aún más y se apoya en la mesa porque la librería, con todos sus libros, los clientes, el librero, se tambalea. Una mano se posa en su hombro, protectora, la mano del policía. Cierra los ojos y oye la voz del escritor que susurra “por las calles voy dejando algo que voy recogiendo: pedazos de vida mía venidos desde lejos”
Autor: Miguel Hernandez